Se Nos Muere la Pasión

Si el nuevo rumor en torno al béisbol cubano se confirma, creo que las pésimas noticias para el deporte nacional superan las de haber jugado un torneo de Rotterdam para el olvido, o las de haber sido desbancados, por enésima vez en los últimos años, de un título internacional (esta vez, ante Taipei de China).

El rumor amenazante es otro: Yoennis Céspedes, el mayor jonronero de la actualidad beisbolística cubana y sin dudas uno de los talentos rutilantes de la Isla, podría estar fuera de esta, y no precisamente en un torneo oficial.

El comentario ha ido cobrando cuerpo toda vez que no aparece su marcha atrás, la nota que aclare la mentira o confirme su veracidad. La historia, grosso modo, se contaría así: el fornido granmense, dueño del actual récord de home runs de la Serie Nacional (con 33), “desapareció” desde el martes pasado, cuando debía acudir a la capital para completar la preparación rumbo a un baladí torneo del ALBA.

Un desafortunado incidente le había ocurrido días antes: Céspedes impactó a un peatón mientras conducía un auto de turismo cerca del municipio costero de Manzanillo. El peatón perdió la vida en el accidente. Yoennis fue detenido por las autoridades, y tras ser comprobada su no responsabilidad en el hecho (se dice que el peatón tuvo toda la culpa), fue puesto en inmediata libertad. 

Pocos días más tarde, según dicta el citado rumor, se esfumaría del mapa conocido, junto a su madre, y otro pelotero estelar: el tunero Henry Urrutia, aunque de menor estrellato que el granmense Céspedes.

Todos los especialistas cubanos, residentes en la Isla, con quienes me he comunicado al respecto, coinciden en algo: si en verdad Yoennis Céspedes eligió la salida ilegal de Cuba de alguna forma que todavía no se ha precisado, no fue el fatal accidente el móvil fundamental. A lo sumo, sería un complemento, no la esencia.

¿Cuál me describen que sería la razón por la cual otro “fuera de serie” abandona su Liga, su país, en busca de otro destino que no sabemos, pero suponemos? Pues una mezcla de inconformidad profesional (a pesar de su condición de bateador supremo, no fue elegido para integrar “el Cuba” que competirá en el próximo torneo de Canadá, y por el contrario lo relegaron a un evento del ALBA que no interesará ni al convaleciente Hugo Chávez), con inconformidad personal: su condición de sub-campeón mundial, de atleta con participación y rendimiento internacional, le alcanzaba -¡oh, mérito supremo!- para cobrar 100 dólares mensuales, y recibir una bicicleta eléctrica como premio a su esfuerzo.

Mirado con ojos cubanos: tremendo. Mirado con ojos no cubanos: ridículo.

Lo cierto es que detrás de la misteriosa y suspicaz historia de Yoennis Céspedes, un guajiro de Campechuela que a fuerza de batazos y desbordante talento se hizo conocer en todo el país, y más allá, sea cierta o no su fuga, aparezca mañana triunfal en Cuba o ante las cámaras de Miami, subyace una realidad más abarcadora y sólida que la de un posible emigrante más: la defunción presurosa, galopante, del béisbol cubano como reflejo de una defunción nacional.

El béisbol cubano está enfermo. Y de gravedad.

Resultaría una empresa angustiosa enumerar la cantidad de peloteros que en los últimos, digamos, diez años han abandonado el país de las más disímiles maneras. Unos con el camino simple: escabulléndose de sus delegaciones mientras compiten en cierta nación; otros con rutas más arriesgadas: surcando el mar o atravesando fronteras.

Ya quedaron atrás los tiempos del impacto generado por Kendry Morales y Bárbaro Cañizares cuando privaron al equipo Industriales de un jugador extraclase el primero, y un jugador importante el segundo. Estos, a su vez, habían suplantado el movimiento telúrico que antes originaron los supersónicos pitchers  José Ariel Contreras y el Duke Hernández, cuando pasaron de la Serie Nacional a la Gran Carpa.El constante vaivén, la saga interminable que se torna peligrosamente amplia, incluye a nombres que hicieron soñar a los jóvenes fanáticos, lo mismo en lanzamientos de Maels Rodríguez y Yadel Martí, que en aquellos fabulosos toques de bola del mejor primer bate que ha tenido el equipo Cuba en los últimos años: el villaclareño Leonys Martín. La historia de nuevas ausencias, de vaporizados repentinos que ayer hacían vibrar las gradas de los stadiums nacionales, y de repente firman millonarios contratos de Grandes Ligas: como el impresionante Alexei Ramírez.

Sí, el béisbol cubano está enfermo de muerte. Lo infectó la desidia nacional. Lo infectó con el virus de la desesperanza, de la injusticia, de las prohibiciones, un sistema que no conforme con destruir edificios y cañaverales; no conforme con despoblar las calles y poblar las cárceles; no conforme con lanzar ingenieros a los puestos de frituras y de lanzarle chícharos encima al café tradicional; no conforme con destrozar la economía y la unidad familiar, está lapidando ahora al deporte nacional.

¿Cómo? Manteniendo su puño de hierro. Sosteniendo restricciones arcaicas, imposibles de acatar. Pretendiendo amarrar la libertad de deportistas que se saben usados para la más vomitiva politiquería; amarrarles la libertad con obsequios humillantes como una bicicleta eléctrica o un apartamentucho a medio terminar.

Y esos jóvenes deportistas tienen algo, contra la voluntad de sus carceleros: visión de mundo. Han jugado en stadiums de verdad. Han conocido ciudades de verdad. Dialogando con sus colegas de otras naciones, han sabido qué son salarios de verdad, incluso en atletas que no les rozan por momentos los talones.

Y sobre todo: han conocido, olfateado, sentido, lo que es la verdadera libertad. Han mirado en los Clásicos Mundiales a japoneses galácticos que juegan sus temporadas en Estados Unidos, pero defienden el uniforme de Japón a nivel internacional. Han comparado su situación de esclavos multiformes, abanderados con órdenes cuasi militares, obedientes ante un prodigio de longevidad y cadaverismo como el Gallego Fernández (presidente del Comité Olímpico Cubano), con la del resto de sus contendientes, que sin importar en qué team de las Grandes Ligas suden el talento, regresan a Dominicana, a Puerto Rico, a Panamá, a Venezuela, a jugar por sus países en eventos mundiales y a llevar la esperanza a sus aficiones.

¿No serían esos mismos peloteros, esas estrellas cubanas, los encargados de deslumbrar en ligas de Estados Unidos o Japón, y financiar en la Isla la construcción de verdaderos stadiums, de apadrinar equipos infantiles? Naturalmente que sí. Las historias de Bartolo Colón, de Alex Rodríguez y Tino Martínez, son gotas de agua en un mar de prácticas similares.

¿Abrir las compuertas, reconocer el libre albedrío de los beisbolistas cubanos, permitirles regresar a su tierra tras competir en otras ligas del mundo, no evitaría el éxodo irremediable y unidireccional, y no elevaría nuevamente el nivel de la pelota cubana a aquellos tiempos en que era un verdadero orgullo por su supremacía internacional? Quién lo duda.

Un equipo Cuba de hoy, donde pudiera pitchear lo mismo Aroldis Chapman que Liván Hernández, donde Leonys Martín, Kendry Morales y Alexei Ramírez regresaran a las alineaciones, y donde experiencia mundial se fusionara con entrenamiento local entre todos sus miembros, de seguro no haría los papelazos que escenifica hoy “el Cuba” casi en cada torneo al que asiste.

Claro está, reconocer el derecho a la libertad individual y la inviolable pertenencia a una nación, no es cosa de gobiernos que se erigen propietarios de las almas de sus súbditos. Cuando Fidel Castro y sus acólitos descubrieron que una eficaz manera de “probar” la superioridad del sistema implantado en la Isla era a fuer de batazos y strikes, los beisbolistas cubanos se colgaron un grillete dorado al pie, casi más visible y pesado que el del resto de sus compatriotas. Entre peloteros y médicos cubanos hay una extraña coincidencia de esclavismo tropical.

Por eso Cuba cae, Cuba pierde, Cuba no convence una y otra vez en los últimos años. Por eso Cuba no solo pierde los torneos, los juegos con o sin importancia, con jóvenes universitarios norteamericanos: ahora los pierde contra Curazao, contra Taipei, contra escuadras geriátricas de República Dominicana, y contra cualquier equipo de Korea o Japón que se les pare delante.

¿Hay motivos para alegrarse? Para unos, sí. El Beisbolista en Jefe no salta más la comba de líder pelotero mundial. Para otros, para mí, no: yo que no soy un seguidor apasionado del béisbol, conozco el sufrimiento de los míos que al menos durante nueve innings, en un carcomido stadium de Bayamo o Pinar, sienten algo parecido a la felicidad, y que con cada pérdida, con cada extravío de otro jugador rumbo al nunca jamás, se entristecen con la misma intensidad con que asimilan la escasez de alimentos, la falta de agua, el desamor.

¿Es pan y circo para una plebe hipnotizada? Quizás. Pero todo lo que brinde un rescoldo de paz para los cubanos, es cosa que defiendo con pasión.

La historia por aclarar de Yoennis Céspedes, con sus 33 home runs al hombro, no será nada más que otro número, otro apunte en la historia deportiva actual. Lo mismo si se confirma su escape, que si no pasa de un rumor desventurado. De cualquier forma, a mi juicio, aún si se encuentra en la Isla su carrera podría haber llegado a su fin: con semejante “sospecha de deserción” a cuestas, el Céspedes extraclase no conocerá eventos internacionales como castigo por el crimen que nunca cometió, pero pudo cometer.

Con Tony Castro, un médico deportivo erigido vicepresidente de la Federación Cubana de Béisbol por obra y gracia de su apellido con pedigrí, no habrá segundos chances para el Céspedes no confiable. Ahora que lo pienso, una de las ironías más rocambolescas de esta tragedia a ritmo de sudor y conga beisbolera, es que un médico vestido de Adidas supervisa la gravedad comatosa de nuestra pasión nacional.